Hoy vi a un hombre en bicicleta a metro y medio de distancia de las ruedas de mi auto. Se cayó. Casi lo piso. Frené, dejé el auto donde estaba; cercano a la vereda, pero no estacionado como correspondía. Encendí la baliza, bajé, agarré al hombre del brazo -que intentaba inútilmente enderezar la bicicleta- y lo obligué a subir a la vereda. Un motociclista que pasaba se ocupó de este asunto. El hombre lloraba y estaba muy borracho. Empezó a decir que estaba solo, que sus hijas no querían verlo. Que era padre y abuelo. Me preguntó cómo había llegado hasta allí. Le dije que se había caído delante de mi coche. Se le caían los mocos. Le pregunté si sabía dónde vivía y si quería que lo alcanzara. No me supo explicar. Juró que era la primera vez que se emborrachaba. No le creí. Dijo que no quería morirse. Me extendió la mano y la recogí. Dio que yo era una gran mujer. Me agaché y le dije lo que pude, lo que supe. Que todo tenía solución, que todos merecíamos ser felices…ya no recuerdo bien qué le dije. Durante veinte minutos dije lo que creí correcto. Una mujer pasó por allí y preguntó si precisábamos algo. Le pedí que trajera agua. No volvió. Y yo me tenía que ir también. Tenía cita con el médico. Así que le dije que se cuidara, él me repitió llorando que yo era una gran mujer, otra vez le dije que tuviera confianza que todo se solucionaría, me subí al auto bajo la mirada de varios curiosos, y me fui.
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